Cuando saben que tengo una hija lo primero que preguntan es dónde está, con quién la dejé y por qué no la traje conmigo. A veces pienso si le preguntan lo mismo a los hombres. Deisa, 33 años. Vive en España  

Las preguntas a un migrante son un jarrón con sus flores, un adorno. No quieren esclarecer nada. Son un accesorio para llenar los silencios incómodos. Cómo hacerle una pregunta a quién no entiende lo que está pasando, a quien solo tiene preguntas. Apunta, dispara. Una madre no debe estar sola. Una madre debe olvidarse de sí.

El 48,3% de las mujeres venezolanas migrantes encuestadas por el informe Mujeres al límite (Caracas, 2019) dijeron que se irían sin sus hijos. Las razones son obvias: falta de dinero, inestabilidad. Cuando una migrante llega al país de destino, la primera gran meta es encontrar trabajo, luego mandar plata a la familia. Migrar con un hijo reduce la disponibilidad laboral, aumenta los niveles de angustia: ¿quién lo cuidará cuando yo esté trabajando? ¿Y si no consigo trabajo, cómo lo alimento? ¿si me echan de la habitación, cómo lo protejo? Nadie quiere comenzar desde cero con un hijo tambaleándose sobre la incertidumbre. Se espera y no se sabe. Y luego viene la culpa.

Migrar estando embarazada hace que la incertidumbre frente a lo nuevo por construir sea más grande. También representó un estímulo psicológico para no decaer dentro del proceso emocional, el duelo de dejarlo todo y volver a empezar desde cero, pero también fue una limitante: no poder trabajar como lo hubiese podido hacer si no hubiese estado embarazada. Anais, 35 años. Vive en Lima. 

La tasa de mortalidad materna en Venezuela ha crecido mientras la crisis se ha agudizado. No hay cifras oficiales pero las últimas revelaron que solo en un año (2015-2016), este indicador aumentó en un 66%. Para cualquier mujer, dar a luz en Venezuela, es hacerlo en la sombra de un hospital en ruinas sin las condiciones idóneas para enfrentar dificultades o emergencias en los partos. Huir para parir es urgente.

¿A quién se le ocurre migrar embarazada? ¿En qué cabeza les cabe? Son brutas. Hombre maduro viajando en el colectivo (Lima)  

Desde arriba en el cielo se nos ve como una serpiente, todos en mancha bajando hacia el sur, de todas las formas posibles, todos reptando sin saber.

Foto de freisy gonzález

El año pasado, Liliana fue secuestrada apenas arribó al terminal terrestre de Plaza Norte. Su primer día en Lima. De la pesadilla de la crisis venezolana directo a un infierno más perverso. Quienes la recibieron le habían ofrecido trabajo como maestra auxiliar. La llevaron a un bar en el Callao y la obligaron a prostituirse. Liliana fue víctima de una red de trata que meses después la Policía desmanteló. 213 venezolanas fueron rescatadas. De ellas, 13 eran menores de edad. Todas explotadas sexualmente, comercializadas. Sexo por pan. Sexo por nada. Ser de nadie y aun así darlo todo.

Migrar es difícil para todos, pero los desplazamientos terrestres, las vías ilegales para cruzar las fronteras, la precariedad con la que se viaja con unos cuantos dólares, el desamparo y la inseguridad, son el caldo de cultivo de la trata de personas, de las redes de prostitución, de la trata infantil. Una mujer migra por tierra con todos los peligros propios de quien huye de su país, pero migra entre un camino de lobos salvajes que buscan cuerpos de mujeres para comercializar en toda Latinoamérica. Eso nos hace más vulnerables.

He vivido en dos países desde que salí de Venezuela: Colombia y Portugal, y mientras que en Bogotá perdí la voz por miedo y rabia porque hay una discriminación generalizada y fuerte hacia los venezolanos (muy a mi pesar), en Lisboa he recuperado el habla sin vergüenza, sea en español, con mi poco inglés o en portugués-portuñol. Virginia, 26 años. Vive en Lisboa.

Primero es el mutismo. La lengua se encoge. Nos atrofiamos. Aceptamos el juego. ¿Qué se dice? Debo decirlo. ¿Cómo se pide un favor? Aprendo ¿Cómo se dice no? No del todo, nunca ¿Qué es una chompa? ¿Por qué no puedo decir que estoy arrecha, arrechísima con todo, con la vida, con nosotros? ¿Por qué no puedo ser yo?

Los hombres (excepto los menores de 25 años aproximadamente) no creen que una mujer sea guitarrista. Es un viejo prejuicio que América Latina superó a finales de los ochenta, pero que Perú aún ostenta. Y cuando me contratan o me entrevistan me hacen toda clase de preguntas y pruebas. Ana María, 55 años. Vive en Lima  

Es igual a donde vayas. ¿Qué has hecho para ganarte tu puesto? Eres una rareza.

–No, soy una más, todas somos así. Tú nunca ves. Hay un cristal que engulles sin mirar su resplandor.

foto de freisy gonzález

Dejar a la familia, ha sido muy duro. Aquí está mi hijo, pero con sus horarios y los míos a veces no nos vemos en toda la semana. Pocas veces tenemos oportunidad de hablar solos y en esos momentos nunca le hablo de cómo me siento. Morelba, 66 años. Vive en Madrid.   

Guardar la rabia y la tristeza para apartarla. No se puede caer cuando ya estás abajo. Afuera hace sol. No se mira atrás, bajo ninguna circunstancia.

Estaba sin trabajo y me llamaron de una agencia. La entrevista fluyó bien. El hombre me dijo, –Aquí todos somos hombres. ¿Te incomodaría trabajar con puros hombres? Sonrío. Pensé sí, dije no. Necesitaba el trabajo. Al salir, todos me miraron. Me sentí en medio de una jauría y me fui rápido. No me llamaron y de todas maneras yo no hubiese regresado.

Las dificultades de un migrante son las mismas para todos. Es un reto bastante complejo que como seres humanos pareciera mantenernos siempre en un limbo que va más allá del territorio y del género. Helami, 37 años. Vive en Distrito Federal.

Mujer, siempre lo otro, grieta, mancha, opacidad.

Cuando era niña uno de mis deseos era ser niño, tener pene, orinar de pie, bañar toda una pared con mi todo. De pie, encima del mundo, apuntando con mi pene, con mi pene-pistola, pene-espada. Simulaba tenerlo y agarrármelo como si me pesara. Lo hacía frente a mis amiguitos, y nos reíamos. Éramos cómplices. Aun lo somos, desde lejos, cada vez menos.


Fotografías de la venezolana Freisy González.